jueves, 11 de abril de 2013

IFIGENIAS: EURÍPIDES Y RACINE (3)
 
4.-  Los elementos no verbales.
                   Con esa denominación aludimos a todos esos elementos que siendo significantes en un representación no son el recitado verbal propiamente dicho, es decir, los intercambios de diálogos entre los actores. Entre ellos podemos señalar los desplazamientos de los actores en el escenario, los gestos de los mismos – no los del rostro, pues ya hemos dicho que actúan con la máscara puesta -, el decorado, el vestuario, la música, de la danza los efectos de luz y sonido, etcétera. Dicho esto, lo primero que nos viene a la cabeza es un interrogante: ¿Existían acaso en el teatro griego esos elementos como parece evidente que existen y son mucho mejor conocidos los del teatro francés – o inglés o español de esa misma época- ?. Pues, a juzgar por las páginas que ello dedican Gaston Baty y René Chavance, sí. En efecto, nos indican que ya desde Esquilo aparecen los decorados, generalmente en forma de telas pintadas, así como del vestuario acorde con el papel que encarnan los actores en cada momento – vestuario pobre en los casos de la comedia, a tono con la dignidad de los personajes cuando estos son héroes, reyes o dioses -, además de todo lo que se refiere a un elemento característico del teatro griego como es  la máscara y, cómo olvidarlo a la hora de abordar a Eurípides, la maquinaria que lograba efectos como la aparición del “deus ex machina”. Por su parte, súmese a los anterior, en el caso de Racine, la posibilidad de emplear la luz artificial para conseguir determinados efectos dramáticos, que a buen seguro emplearía, así como el poder contar con una escenografía realmente compleja, como podremos ver enseguida, por no hablar de la variedad y riqueza del vestuario con que el que llegó a contar en ocasiones, puesto que algunas de obras - Ifigenia entre ellas – se representó en ámbitos palaciegos con la presencia del rey de Francia y la plana mayor de la corte gala como espectadores. Eso sí, el escritor francés prescinde de las máscaras.
                   Pero pasamos a poner algunos ejemplos de todo ello: no cabe duda que la aparición de Clitemnestra en Racine, descendiendo de un lujosos carro a tono con su estatus real sería un momento “pour épater la noblesse”. El caso de la música preferimos dejarlo para más adelante, ya que a ese tema dedicaremos un apartado completo. En lo referente al código gestual, cómo no resaltar ese magnífico gesto de Agamenón al ver a su hija primogénita yendo hacia su sacrificio a través del bosque sagrado (los bosques eran un lugar consagrado a Ártemis), que no sólo desvía su cabeza para no verlo, sino que lanza gemidos y extiende el manto ante sus ojos. Ese gesto fue muy apreciado por los antiguos, hasta el punto de que incluso aparece en la bellísima pintura que sobre esa escena se encuentra en un fresco pompeyano del siglo I después  de Cristo (vid. el apartado en el que se habla del tema de Ifigenia en el arte), que podemos relacionar con otro momento similar entre Orestes y Electra en el Orestes de Eurípides (24) y no puede menos que hacernos recordar otro similar hecho por el Julio César shakespeariano al ver que también su ahijado Bruto blande un puñal para asesinarlo, como narra en las escalinatas del senado el habilísimo orador Antonio (25).Y ya sin manto, pero en una situación semejante a la del soberano aqueo, Michael Corleone oculta su cara con las manos al ver el cadáver de su hija recién asesinada a la salida de la ópera – poco después del crepúsculo, como en el caso de Ifigenia, por cierto-, para emitir un gemido inaudible segundos después en un escena realmente estremecedora, perteneciente a la tercera y última parte de El padrino de F. F. Coppola ( 1985).
                   Otro gesto importante lo tenemos en el momento en el que Ifigenia sostiene la mano de Erifile, con la bondad y generosidad que ya vimos que la caracterizan, ignorante del odio que ha ido despertando en la esclava de Lesbos, por la que se ha preocupado desde que ésta llegó a Áulide y, detalle verdaderamente revelador de su forma de ser, será la única que derramará sus lágrimas por Erifile cuando ésta es sacrificada en el altar que todos pensaban le estaba destinado a Ifigenia. Y ese gesto es tanto más eficaz dramáticamente desde el momento que el espectador es consciente de que fue la hija de Helena quien denunció los planes de huída de la hija de Agamenón y, por si esto fuera poco, estaba enamorada de Aquiles, el prometido de su benefactora y el responsable de la derrota de su país y de su condición de esclava. En otras palabras, es el típico conocimiento superior que el espectador tiene sobre el personaje, lo que hace que esos gestos concretos cobre toda su relevancia y valor hondamente emotivo, en un recurso caro a la mayoría de los dramaturgos que en la historia de la literatura han sido.
                   En lo que concierne a movimientos en el escenario, o, lo que es lo mismo lo que denominamos proxémica, podemos ilustrarlo con un ejemplo muy claro y que se da en la dos tragedias: Clitemnestra se arrodilla ante Aquiles para abrazar las rodillas del héroe, en un posición que, como sabemos, era la habitual para solicitar piedad, clemencia o ayuda en el mundo griego, y que Racine ha mantenido con muy buen criterio dramático. Así mismo, en ambos casos el hijo de Peleo levanta a la reina y la consuela con el firme juramento de defender la vida de Ifigenia a cualquier precio. En Eurípides la razón obedece a que se ha deshonrado su nombre al usarlo como anzuelo para que reina y princesa viajaran a Áulide, y el honor y el nombre de un héroe homérico estaban más allá de toda duda, era intocable. En Racine, por ese mismo motivo y porque, además, Aquiles está sinceramente enamorado de Ifigenia y espera ansioso su boda, de manera que en esta ocasión está mucho más implicado, al formar parte de la trama en el ámbito emocional, lo que es un verdadero acierto teatral del dramaturgo francés.
                   Y qué decir del movimiento envolvente del viejo doméstico de Clitemnestra, Arcante, que le fue ofrecido como dote el día que contrajo nupcias con Agamenón – que, todo sea dicho de paso, aparece como el asesino del primer marido de ella, en un rizar el rizo sobre la personalidad del rey griego-., cuando Agamenón viene para conducirla al altar sacrificial y rodean todos a Ifigenia para ocultarla al público y para señalar su fin ineluctable.  En este instante podemos asegurar que ese grupo de acompañantes nos evocan al coro tan característico del teatro griego – y al posterior coro de la ópera barroca, con la que tanto tenían que competir los dramaturgos franceses del siglo XVII-, encargado de comentar la acción y de expresar las impresiones que debía de ir sintiendo el público ante lo que sucedía sobre la escena.
                   Por lo que al vestuario se refiere, Yannis Kokkos, director de escena de una puesta en escena teatral de la Ifigenia racineana reciente, hace que la heroína lleve un vestido blanco, es decir, el color que en la cultura occidental simboliza la inocencia, la pureza, la virginidad, y en justo término el color con el que la novia acude al altar para su matrimonio – aclaremos, no obstante, que en otras culturas, como puede ser la china, ese color representa justo lo contrario, es decir, la muerte, el luto-. Pues bien, ello contrasta notoriamente con el vestuario elegido para Erifile y Agamenón, probablemente para caracterizar a la primera como un ser cuyo sino no puede ser sino la muerte – vista en nuestra cultura como algo siniestro, oscuro, “negro”-, y al segundo como alguien que no es sincero, que oculta sus auténticas intenciones a los demás (26). Y otro tanto hace el director de escena de la versión operística – como veremos más adelante – de la Ifigenia en Táuride, la genial ópera de Gluck, que opta por vestir a Ifigenia completamente de blanco, al igual que al coro femenino, mientras el rey Teonte viste ropa negra; además, tanto la protagonista como el coro tiene a la altura del corazón una herida de la que mana sangre, como consecuencia de la escena inicial, en la que Agamenón asesta una puñalada a su hija (véase el apartado en el que hablamos de Ifigenia y la música).
                   Desconozco qué tipo de vestuario solía usarse en las representaciones de Racine, pero parece lo más probable que fueran vestidos como lo hacían los franceses  del siglo XVII, tal y como ocurría en las obras históricas de, pongamos por caso, Lope de Vega en España o William Shakespeare en Gran Bretaña. Pero es que esa costumbre podemos igualmente apreciarla, por ejemplo, en los doce grabados que Alberto Durero realizó para una edición de las Comedias de Terencio, donde podemos apreciar en esas ilustraciones que los actores visten  como vestirían los contemporáneos de Durero (27). A no ser que, dado que la primera representación de Ifigenia fue en unos grandes festejos – como así veremos enseguida - se utilizaran los que entonces se consideraban los vestidos de los antiguos griegos, algunos de los cuales podemos apreciar en  los grabados que de la obra nos han llegado, bien es cierto que no exactamente de fuentes contemporáneas, sino de ediciones posteriores en varias décadas a la obra de Racine, estrenada como hechos dicho en 1674, o incluso podemos hacernos una idea a partir de varios cuadros contemporáneos de Racine entre los que se representa algunas escenas del tema de Ifigenia. En todo caso, y para este particular, remito al apartado final de Anexos, donde el lector puede encontrar algunas de las imágenes que vengo comentando.
5.-  EL PÚBLICO.
 
                   Como es lógico, no es lo mismo dirigirse a un número considerable de ciudadanos atenienses o griegos – los teatros griegos tenían capacidad para varios miles de espectadores -  que era el público habitual de Eurípides, que hacerlo a un número más reducido de espectadores, entre los que se encontraban lo más granado de la aristocracia y de la realeza francesa del Siglo XVII, como le ocurría a Jean Racine en la mayoría de sus estrenos. Por lo tanto, el hecho de escribir y de presentar una tragedia viene también condicionado en buen medida por el tipo de público que iba a ser el espectador. En el caso del escritor heleno había de fondo el derrumbe político de Atenas como potencia hegemónica de Grecia, y las reflexiones que ello origina en un hombre hondamente preocupado por la política y la ética de sus contemporáneos. Racine, por su parte, escribe Ifigenia como encargo real para conmemorar las bodas del rey de Francia, nada más y nada menos que Luis XIV, con la infanta española María Teresa de Austria, y para celebrar la victoria y adhesión del territorio de France-Comté a la corona gala, que era parte de la dote de la novia. En realidad, esta sería la segunda celebración, puesto que el territorio ya lo había ganado militarmente
                   El público ateniense de los tres grandes trágicos conocía bien los argumentos de las obras que iba a presenciar y, en todo caso, únicamente se le podía sorprender a la hora de tratar algún determinado elemento, aquellos que se apartaban de las tradiciones legendarias más usuales; por pone un ejemplo, el tratamiento de Clitemnestra en el caso que nos ocupa (véase la nota 3). Pero también apreciaba las melodías y la extraordinaria calidad de la poesía en la que están compuestas las obras de sus dramaturgos, aunque en el caso de Eurípides no debía de convencerlos del todo o de valorarlo en su justa medida, puesto que de la cerca de ochenta obras que compuso, solamente ganó en cinco ocasiones (28), la última de las cuales fue precisamente con Ifigenia en Áulide; tal vez porque no llegó a concluirla del todo y cuando se estrenó en Atenas su autor ya había fallecido, por cual cabe pensar que se trataba de un homenaje a quien durante muchos años había sido uno de los baluartes de la creación dramática para la ciudad.
                   Curiosamente, pocos años después de su muerte, Eurípides pasaría a ser el dramaturgo más popular en el mundo griego, como lo prueba el hecho de que sea de quien más obras se han conservado, diecisiete tragedias y un drama satírico, y que además sea uno de los escasísimos autores griegos de quien conservamos la música de algunos de sus versos, más concretamente de la obra que es objeto de este trabajo, hecho fortuito pero también sintomático de la importancia que llegó a tener en el mundo antiguo la obra de Eurípides, por no hablar de las representaciones que conservamos en frescos pompeyanos, en esculturas o en cráteras en las que aparecen numerosas escena mitológicas a través del filtro de las tragedias euripídeas (véase el apartado 10). De todos modos ya en vida debía de tener su importancia y ser bien conocido -otra cosa es que fuera también apreciado- por el público, ya que sólo desde ese conocimiento pueden explicarse los veinte años de críticas a Eurípides por parte de Aristófanes, en donde podemos detectar numerosas parodias de personajes y versos suyos. O en el hecho mismo de que los gramáticos se dediquen a criticarle el uso incorrecto de algún vocablo (29). Y qué decir de las típicas leyendas, a las que tan aficionados eran los antiguos, como esa que nos transmite Diógenes Laercio a propósito del oráculo de Delfos, que a la pregunta de quién es el ser humano más sabio, contestó que Sócrates, para, a continuación, añadir que Eurípides le seguía en segundo lugar (30). Quizá ese éxito póstumo quepa achacarlo, aparte de la indiscutible calidad de sus obras, a las propias circunstancias históricas que se van a producir desde finales del siglo IV a.C., pues la seria crisis histórica, política y social que padecerá Atenas supone una crisis también en la seguridad y en la confianza de sus ciudadanos, y nadie había planteado los debates internos del ser humano como Eurípides, que había puesto en escena los conflictos de personas que podían ser perfectamente las que veían sus obras.
                   Por su parte, Racine era el dramaturgo de la corte de Luis XIV y el protegido de una muy importante dama de la nobleza francesa, de ahí que varias de las obras que iba escribiendo se representasen, en un primer momento, para los aristócratas y nobles más próximos al soberano galo, como es el caso de Ifigenia, que se estrena en unas fiestas cortesanas en Versalles, y sólo después pasaban a poder ser vistas por el resto de los espectadores, en el caso de Ifigenia en le Hotel de Borgoña. Ese condicionante explica no sólo el que se ciñera a las famosas tres unidades pseudoaristotélicas, como tenía la obligación de hacer todo dramaturgo que pretendiera gozar del seguimiento del público, sino también que guardase una cierta compostura en según qué temas o midiera la inclusión o exclusión de algún episodio que pudiera acarrearle el caer en desgracia ante el soberano francés, algo en lo que, evidentemente, Racine nunca incurrió, razón por la cual llegó a continuar gozando del aprecio real de Luis XIV, lo que era muy importante para quien había quedado huérfano a los tres años y tuvo que buscarse sus fuentes de ingreso para vivir y mantener a su familia con su trabajo intelectual, del que entonces no se podía vivir si no era a través de la mediación de algún mecenas poderoso, a no ser que uno perteneciera a la nobleza, lo que no era el caso de Racine (31)
                   De todas formas es preciso señalar, a continuación, que muy pocos meses después del estreno de la obra de Racine (recordemos que se estrena el 18 de agosto de 1674 en Versalles para la corte y en enero de 1675 en el Hotel de Borgoña), dos dramaturgos rivales, Michel Leclerc y Jacques de Coras, llevan a escena una nueva versión de Ifigenia, estrenada el 26 de mayo en el Hotel de Guénégaud y que se represnta cinco días, obra que terminan dos meses antes de lo previsto y que podía verse como un intento no sólo de rivalizar con él al enfrentarse al mismo tema, sino también un deseo de anular el éxito obtenido por nuestro dramaturgo, que ya era celosamente visto por parte de algunos de sus rivales. Para apoyar esta maniobra, un anónimo publica el 26 de mayo Remarques sur l´Iphigénie de M. Coras, muy adulador, y Remarques sur l´Iphigénie de M. Racine, muy severo. Tras la Ifigenia, una edición que aparece de nueve tragedias de Racine da pie al jansenista Barbier d´Aucour para manifestar la hostilidad de su secta a través de una aviesa sátira en verso, Apollon vendeur de Mithridate, ou Apollon charlatan (1676). Este revoltijo de todo lo que se había dicho de malintencionado de Racine tuvo un cierto éxito. Por si esto fuera poco, los actores del Hotel de Borgoña interpretarán Fedra de Racine el 1 de enero de 1677 y tres días después, los del Hotel de Guénégaud interpretan una tragedia de Pradon con el mismo tema y el mismo título. Pradon, enterado de que Racine trabajaba en el tema de Fedra, e incluso tal vez teniendo conocimiento del plan de esa obra, escribe la suya en tres meses.(32) Evidentemente, todo esto provocó grandes sinsabores a Racine, aunque, a posteriori, vemos que algo podía consolar a nuestro autor: sus obras no sólo tienen un gran éxito y sus rabiosamente aplaudidas, sino que también van a perdurar en el tiempo, mientra que las de sus envidiosos rivales desaparecerán de la faz de la tierra con la misma celeridad que ellos es habían dado en escribirlas.
 
                   Al contrario de lo que le sucedió a Eurípides con su éxito póstumo, Racine lo tuvo en vida  y nunca ha dejado de tenerlo, con los altibajos que dan las diferentes apreciaciones y movimientos literarios. Ahora bien, la llamativo del caso es que, pese a su incontestable éxito entre la nobleza y entre las clases medias, ese año de 1677 a escribir teatro – bien es cierto que áun nos ofrecerá Ester y Atalía, pero por encargo de su protectora en la corte -, en una decisión que, como no podía ser de otra manera, ha llevado a los estudiosos a conjeturar las razones que lo llevaron a tomar esa medida. Hay quien cree que se debe a las críticas y rivalidades que se habían cebado con él por él éxito que lograba con sus creaciones, tal y como hemos señalado en los dos ejemplos anteriores; otros, en cambio, prefieren achacarlo al mucho tiempo que le llevará de ahora en adelante cumplir como es debido con el nuevo cargo que le ha encomendado el mismísimo Rey Luis XIV, a saber, historiador real. De todas formas, esa renuncia de un creador en la cúspide de su arte y de su éxito se da en otros artistas, y ahí tenemos el caso del pintor galo Charles-Frederick Soehnée(33), que con poco más de treinta años toma la decisión de no pintar nunca más.No obstante el hecho es que en los años y siglos posteriores lo elogiaran figuras tan dispares, en su propio país, como Marivaux o ya en nuestro siglo una figura tan destacable como es André Gide (34)
                   Incluso en nuestro país, a veces reacio a ciertos autores, y más si son francés, la influencia de Racine es detectable en Ramón de la Cruz o José de Cañizares, dramaturgos que no en vano escogen el tema de Ifigenia de Racine y lo adaptan a la escena española. En ese mismo siglo XVIII, tan deudor de la cultura francesa en tantas cosas, Pedro de Alcántara Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medinasidonia y unos de los nobles más ilustrados de le época, traducirá la Ifigenia de Racine (1768, esto es, casi un siglo después del estreno parisino) y el Hernán Cortés de Piron (1776) (35). Eso por no hablar de la gran admiración que tendrá por él el mismísimo Leandro Fernández de Moratín, sin duda el mejor dramaturgo en su época en nuestro país, como lo prueban sus propias palabras: “Racine me parece que mejoró con admirable maestría los principales caracteres de esta tragedia (se refiere a Ifigenia, pero podrían ampliarse a todas las obras)”(36).
                   Con posterioridad a sus doce dramas compuso una Historia de Port-Royal ( 1697 –98), el lugar donde recibió su educación siendo niño y donde fue cuidado por los monjes que habitaban en esa abadía, y a lo largo de su vida escribió algunos versos de circunstancias, incluso conservamos una hoja manuscrita del argumento de una Ifigenia en Táuride que, por desgracia, nunca pasó de ahí; además se ha hablado de la existencia de un Alcestes, que quemó por no satisfacerle, y contamos también con un hermoso epistolario con su hijo Jean-Baptiste, autor de media docena de retratos de su padre realmente notables, pero la verdad es que, como ha señalado con la agudeza que le caracteriza Pere Gimferrer,  “ parece de lo más enigmático que un hombre tan escasamente dotado para la lírica pura, sea tan gran poeta cuando compone lírica dentro del drama.[...] En alguna de estas obras [...] hay versos extraordinarios, de lo mejor que se ha escrito nunca en francés. Y son extraordinarios puramente como destellos líricos. Así, parece que el talante de Racine le impedía alcanzar la excelencia sublime si no era componiendo lírica en el marco del teatro, de la poesía dramática” (37).
 


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