jueves, 11 de abril de 2013

IFIGENIAS: EURÍPIDES Y RACINE (1)



                                             A Serafín Bodelón


 
 
LAS IFIGENIAS DE EURÍPIDES  Y RACINE.
 
Un estudio comparativo de dos tragedias.
 
 
                                     
 
JOSÉ MARÍA GARCÍA PÉREZ
 
 
 
                                                              ÍNDICE
 
 
0.-  INTRODUCCIÓN.
 
1.- LOS PERSONAJES.
 
2.-  EL TIEMPO.
 
3.-  EL ESPACIO.
 
4.-  LOS ELEMENTOS NO VERBALES.
 
5.-  EL PÚBLICO.
 
6.-  LOS RECURSOS LITERARIOS.
 
7.-  EL SACRIFICIO.
 
8.-  LA MÚSICA.
 
9.-  IFIGENIA  EN EL ARTE.
 
10.-  ANTOLOGÍA DE TEXTOS SOBRE EURÍPIDES Y RACINE.  
 
11.-  CONSIDERACIONES FINALES.
 
12.-  NOTAS BIBLIOGRÁFICAS.
 
13.-  ANEXOS.
 
 
 
0.- INTRODUCCIÓN.
                   Dado que nos encontramos en un curso sobre “Teoría y práctica de literatura comparada” parece obvio que el esfuerzo de las siguientes páginas irá encaminado a poner de relieve los parecidos y las diferencias que he podido apreciar en dos obras que escogen por argumento la misma trama, a saber: la Ifigenia en Áulide de Eurípides (siglo V antes de Cristo), autor que además escribió unos años antes la que iba a ser su continuación argumental con el título de Ifigenia en Táuride, y la que más de dos mil años después llevó al escenario en París Jean Racine (1639 – 1699) con el simple título de Ifigenia. Para ello nos detendremos en considerar el tratamiento que hace cada dramaturgo de los personajes, el uso del escenario, la utilización del tiempo, los recursos literarios que emplean, los elementos no verbales, la importancia que tiene en cada obra la música, el tema del sacrificio de una joven a lo largo de la historia literaria, sin olvidar los condicionantes sociales que tienen los dos escritores en sus respectivas épocas, que influyen directamente en la forma en la que afrontar la creación poética (el público y sus expectativas respecto a lo que van a ver, además de su conocimiento en mayor o menor grado de los historias que se le va a contar, las disposición física de los teatros en los que iban a representarse las obras,etc.), las representaciones del tema de Ifigenia que han dado las diferentes artes, incluimos una antología de citas sobre Eurípides y Racine en varios autores de nuestro país y, por último, unas consideraciones finales sobre las obras y sobre el propio trabajo, además de, como es lógico, las citas bibliográficas correspondientes que se han usado a lo largo de estas páginas.
                   La razón de escoger como tema de estudio las tragedias citadas es tan simple como el no conocer ninguna obra de Racine, y de este modo me motivaba a hacerlo. Esto puede parecer un motivo un tanto peregrino, pero como se da el caso de que otras muchas veces me ha deparado bastantes satisfacciones, ¿por qué no también en esta ocasión? (a veces hay que dejarse llevar por el instinto). De Eurípides sí había leído varias obras, pero ninguna de las Ifigenias. Ni el autor francés me ha decepcionado – de lo contrario hubiera escogido otro tema de trabajo, como puede suponerse – ni lo ha hecho el griego, del que ya tenía un gran opinión a partir de lo que buenamente conocía de él. Al contrario, me ha sorprendido no sólo la gran vigencia de los dos, en las que considero dos extraordinarias muestras de tragedia, sino también el hecho de que prácticamente no tengo noticia de que ninguna de ellas de haya representado en nuestro país en mucho tiempo, al menos por parte de una compañía española profesional o semiprofesional.
                   Aunque la mayoría de trabajos que leo y de los libros que conozco dan la bibliografía a pie de página conforme va apareciendo, he optado en mi caso por dejarla toda ella para el final. En mi muy particular opinión, las notas en la parte inferior de las hojas suelen distraer bastante de la lectura continuada y tranquila de los textos, lo que origina el no disfrutar adecuadamente de ellos y no poder apreciar su calidad literaria como es debido - aunque esto no es un texto literario, obviamente- , de manera que esa es la causa que me lleva a preferir agrupar todas las citas o llamadas bibliográficas en las últimas páginas de este trabajo.
                   Por último, no quiero terminar esta breve introducción sin mostrar mi gran agradecimiento a la Editorial parisina Bordas, que muy amablemente me ha permitido consultar algunos materiales en internet a propósito de la Ifigenia racineana y que me han sido de verdadera ayuda a la hora de comprender adecuadamente este texto. Y, como no podía ser de otra manera, deseo dedicar estas páginas a Carmenchu y Rodrigo, a los que he quitado más horas de las que me hubiera gustado para poder llevar a buen fin el trabajo que el lector tiene entre las manos. Estoy convencido que ese esfuerzo ha merecido la pena.
 

                                                 1.- LOS PERSONAJES.
                   Antes de nada conviene destacar que el tema de esta tragedia ya fue tratado en otra por Sófocles - y tal vez por Esquilo, aunque no tenemos datos de ello - si bien esta obra no se ha conservado, con algunas diferencias respecto a lo que encontraremos en Eurípides: el coro está formado por guerreros griegos y quien trae a la joven engañada al campamento aqueo es Ulises (1) – quien, como veremos más adelante, va a desempeñar un papel relevante en la versión de Racine-. Y ya pasando a tragedia euripídea, convendría señalar, en primer lugar, que los “drammatis personae” que aparecen aquí se acercan a veces a los estereotipos de los personajes que representan, pero bien es verdad que el dramaturgo logra escapar hábilmente de esa tentación para evitar que sean de una sola pieza. En efecto, si comenzamos por Agamenón apreciamos que es “El rey”, y en consecuencia se comporta en muchos momentos como tal: es un soberano cuya ambición de poder está por encima de cualquier otro condicionante, y la recepción tan hipócrita con que obsequia a su hija a su llegada a Áulide es suficientemente ilustrativa de ello. Y esa ambición, esa “sed de poder”, creo que es rastreable igualmente en su hermano Menelao, por cuya mujer se ha emprendido la expedición que se dirige a Troya.
 
                   Ahora bien, tanto Agamenón como Menelao experimentan vacilaciones, no permanecen inmutables, como lo prueba la carta que el primero quiere hacer llegar a su esposa para que no venga a Áulide, a fin de salvar la vida de Ifigenia. El segundo trata de convencerlo de que ha de llevar adelante el sacrificio, pero las palabras de su hermano – el poder de la oratoria, una vez más, algo realmente importante en el mundo antiguo -, le hacen recapacitar y le llevan a prometerle ayuda para no tener que sacrificar a su sobrina Ifigenia: “No sería justo que tú sollozaras, y que mis asuntos marcharan felizmente, que murieran los tuyos y los míos vieran la luz. ¿Qué pretendo entonces?. ¿No puedo realizar otro matrimonio principesco, si deseo casarme?. ¿Pero, y si pierdo a mi hermano, a quien menos debiera perder, y recobre a Helena, el mal en lugar del bien?. Era necio y alocado, antes de advertir, considerando las cosas de cerca, qué crimen es matar a un hijo”(2).De todas formas no es difícil ver igualmente una innegable rivalidad entre los hermanos por el liderazgo del ejército griego. De todas formas, esa ambición, esa “ansia de mando” es igualmente rastreable en otros monarcas de la literatura dramática griega: pensemos en el Creonte de la Antígona de Sófocles o el Agamenón de Esquilo, pero también en alguno de los maravillosos dramas de Shakespeare( pienso en Lady Macbeth, en Ricardo III, en Julio César, en Claudio, el tío de Hamlet, que ha asesinado a su propio hermano para hacerse con el trono, en varios personajes del Rey Lear, etc.), pero comparar unos y otros ya sería tema de otro estudio, y los resultados probablemente nos darían más de una sorpresa.
                   El tercer gran personaje masculino, más importante en realidad aquí que Menelao, es nada menos que Aquiles, el héroe homérico por excelencia, quien al descubrir la estratagema urdida por Agamenón para traer a su hija a Áulide, esto es, hacer que Clitemnestra la trajera con el engaño de que Ifigenia va a contraer matrimonio con el hijo de Peleo y Tetis, empeña su palabra en luchar contra él. De una generosidad de la que carecen los dos reyes citados, los increpará por haber utilizado su nombre como reclamo para lograr que Ifigenia aceptara de buen grado acudir a Áulide y pondrá su espada a disposición de Clitemnestra y su hija, arteramente traída allí. Pero, curisamente, reconoce que si se lo hubieran pedido para la causa él les hubiera dejado de buen grado que usaran su nombre. Su bondad contrasta con la de los Atridas y es el único personaje masculino de relevancia que encarna unos valores positivos y al que Eurípides no dibuja de una manera sombría. Indudablemente, el público tenía una imagen ya muy concreta de este héroe, y Eurípides no se aparta de ella, al contrario de lo que hará con otros reyes que pululan por la variopinta mitología griega, a los que este dramaturgo sí va modificar en su forma de ser y, por lo tanto, sorprenderá de este modo a los espectadores, como vamos a ver inmediatamente.
                   Como no era inhabitual en este autor, hallamos aquí un personaje que aparece de forma notablemente distinta a como solía verse en otras obras y en la mitología más conocida de los griegos (3). En efecto, Clitemnestra solía ser el prototipo de mujer infiel y que es capaz de llegar al asesinato de su esposo con la ayuda de su amante Egisto – así se muestra, por ejemplo,  en el Agamenón de Esquilo y en la Electra de Sófocles, pero también es vilipendiada por buena parte de la tradición mitológica y literaria, y de hecho así puede apreciarse en la imagen que reflejan muchísimos escritores posteriores en la historia de la literatura-. Sin embargo, no es así como se nos muestra aquí: al contrario, es la madre ilusionada con las próximas nupcias de su primogénita y el famoso Aquiles; ilusión que se desvanecerá en breve al descubrir la verdadera pretensión de su esposo: sacrificar a su hija primogénita, Ifigenia, a los dioses y obtener de esta manera los vientos necesarios  gracias a los cuales toda la armada helena podrá emprender la navegación para castigar a la ciudad de Troya.
                   Eurípides  ha tenido el acierto de dignificarla y de presentarla como un ser humano que sufre – y que, por lo tanto, cumple con su condición prototípica de madre, amorosa y abnegada- capaz incluso de rebajarse a abrazar las rodillas de Aquiles para suplicarle su ayuda  y, por todo eso, logra conmover al espectador y lector. Ahora bien, tampoco ha querido olvidar por ello el dejar ya apuntado el conocido final cruento que ella dará a su marido cuando éste regrese a casa, crimen que en última instancia justificará precisamente por haber entregado Agamenón a su hija como víctima propiciatoria para calmar la ira de los dioses. Pero motivos para odiar a su esposo, sugiere Eurípides, no le faltaban, pues Agamenón mató a su primer esposo y a el hijo de ambos (lanzándolo contra el suelo, como moriría Astianacte, el tierno hijo del noble Héctor y de Andrómaca, que aparece en la bellísima despedida de sus padres en el canto IV de la Ilíada), y fue su padre quien poco menos que le obligó a casarse con Agamenón. Asesinato, que por si fuera poco, y como es sabido por la mitología y por las propias obras de Eurípides, originará a su vez la venganza de Orestes, que matará a su madre y a Egisto por la muerte de su padre Agamenón, en una cadena de crímenes que parecía no tener fin hasta que Atenea perdone a Orestes y terminen ahí esa especie de maldición que pesa sobre los Atridas, que no sólo se remonta hasta el propio Atreo, padre de Agamenón y Menelao, sino incluso al padre de aquél, Pélope.
 
                   Y, por otra parte, tenemos, cómo no, a Ifigenia, la dulce e inocente joven que con sorpresa e indignación descubre que va a ser ofrecida como sacrificio por su propio padre. Hay que decir, rápidamente, que este tema no se encuentra en Homero y que en otros autores previos a Eurípides el sacrificio llegaba a realizarse (4), no como en ésta, como veremos más adelante. Su perplejidad, su incredulidad le llevarán en un primer momento a suplicar a su padre para que le perdone la vida. No obstante, después aceptará ser la víctima de ese sacrificio a fin de poder ser recordada como aquella que hizo posible la travesía que tanta gloria depararía al ejército heleno (5); cambio psicológico que ya fue criticado por alguno de los contemporáneos como demasiado repentino y como poco creíble dramáticamente. Algunos piensan que eso es debido al hecho de estar inconclusa la obra, otros no lo ven tan criticable, sino bastante coherente con el desarrollo de la trama, además de dar una mayor riqueza psicológica a la heroína y mayor dramatismo al propio drama.

                   No conviene pasar por alto un personaje muy notable en el teatro clásico griego, por más que Eurípides lo emplee con  menor frecuencia que Sófocles y bastante menos que Esquilo: el coro. La función del coro era, generalmente, comentar algún aspecto de la trama, advertir de algún mal a los personajes, participar de la ilusión de otros, etc.(6).Ese papel recae en la obra que nos ocupa en un grupo de mujeres de Calcis que describen las naves aqueas, alaban la prudencia en el amor, elogian las virtudes del hijo de Peleo, etcétera. Sin embargo sí conviene destacar que en Eurípides el coro pierde buena parte de la importancia (7) que tuvo hasta entonces y, de hecho, en la Comedia Nueva, en la que tanta influencia tendrá este dramaturgo, desaparecerá por completo. Con el tiempo, el papel de coro volverá a cobrar una importancia muy destacable y a tener una función bastante similar a la que tenía en el teatro griego con la llegada y triunfo de la ópera. Pero para ello faltaban todavía dos mil años.
                   Habría que decir también algo de los criados. El primero de los cuales es un viejo esclavo innominado que será el encargado de llevar la carta a Argos para impedir que Clitemnestra y su hija viajen a Áulide. Evidentemente, no existe aquí el grado de confianza existente entre Agamenón y Arcas – el equivalente de ese criado en Racine-, pero sí que es un elemento importante para la acción, desde el momento que Menelao se enfrentará a su hermano precisamente al descubrir la carta que lleva el anciano. Además, Clitemnestra y Aquiles sabrán por él de las auténticas intenciones de su marido por el gran cariño y la lealtad que hacia su señora tiene, pues no en vano le fue entregado como dote nupcial. Así mismo, podríamos incluir como una especie de criado al mensajero encargado de narrar, al final de la tragedia, lo sucedido en el altar del sacrificio, es decir, y para asombro de todos, la salvación de Ifigenia gracias a la intervención de la diosa Ártemis, que la sustituye en el ara sacrificial por una cierva (detalle que analizaremos llegado el momento).
                   Es más que probable que, de no haber muerto poco antes de terminar este drama, Eurípides lo hubiera concluido con una de sus características intervenciones del “deus ex machina”, como ya había hecho con la aparición de Tetis en Andrómaca, la de los Dióscuros en Helena y en Electra, Atenea en Los suplicantes, Ártemis en Hipólito y Apolo en Orestes e Ión. Este tipo de soluciones “in extremis” mediante la intervención divina no eran precisamente del agrado de Aristóteles (Poética, cap. XV), que recomendaba dar un final a las tragedias sin ese tipo de recursos, pero el caso es que no cabe duda que para Eurípides tenían una función; no eran producto de una incapacidad de resolver dramáticamente las tramas de sus tragedias.y así nos lo hace ver coheremente, como en el caso de los coros, Gilbert Murray.(8). O lo que piensa sobre este particular Nietzstche (9). Racine, por su parte, no lo empleará porque –citando sus propias palabras - : “ [...] qué gusto le doy al espectador tanto al salvar al final a una princesa virtuosa por la que se ha interesado tanto a lo largo de la tragedia, como salvándola por una vía distinta de la del milagro, que no habría podido soportar porque nunca hubiera podido creerlo”(10).
                   Si pasamos a analizar el caso de los personajes en Racine, pronto nos damos cuenta que resulta más productivo estudiarlos agrupándolos en parejas, en función de lo opuesto que representan unos frente a otros. Tal vez el ejemplo más claro de ello es el del par formado por Ifigenia y Erifile (incluso en el significado etimológico de sus mismo nombres, esto es: “criando una raza fuerte” la primera, “lucha tribal” la segunda) [11]. La hija de Agamenón es el paradigma de la clásica heroína, o lo que es lo mismo: es generosa, obediente a los deseos paternos, está tiernamente enamorada y, detalle significativo de su bondad, es la única en llorar la muerte de Erifile, a pesar de que ésta estaba enamorada de su prometido y de que fue ella quien la traicionó ante el ejército griego. El reverso de esa figura ejemplar, cara a los espectadores de todas las épocas teatrales – y cinematográficos y televisivos de hoy en día-  es Erifile. Enojada por ser esclavizada por Aquiles, amargada por el hecho de saber que tiene sangre real pero ignora quiénes son sus progenitores, enamorada de quien debía ser su peor enemigo, el mismo Aquiles,  y capaz de traicionar a Ifigenia, justamente la mujer que la acogió y se ocupó de ella y de su criada y mujer de confianza, Doria., es indudable que encarna a la que podíamos denominar “antiheroína” por excelencia.
                   Estamos, como resulta evidente por lo dicho, ante la habitual dicotomía que ha nutrido la literatura a través de la historia: el bien frente al mal, la generosidad frente al odio, el amor tierno frente a los terribles celos, etcétera. Y aún así, Racine intenta y consigue sobrepasar los estereotipos: estos personajes vacilan, dudan, se contradicen al no saber cómo comportarse, se mueven entre cambios de sentimientos; en una palabra, son realmente humanos. Por si esto fuera poco, pensemos en que para el público que presenciaba la obra, el nombre de Ifigenia no le era desconocido y esperarían más o menos lo que iba a pasar en la trama, pero en el caso de Erifile, ese nombre rápidamente se asociaría al de un personaje que en la mitología representaba la mujer vanidosa y por la que habían sucedido varias desgracias a quienes la rodeaban, por lo que el público esperaría que nada buen bueno podía venir de ella. Otra pareja de opuestos son Agamenón y Aquiles. El primero es soberbio, deseoso también de poder y al que mueve el anhelo de ser el caudillo de la armada helena, aunque para ello deba engañar a su esposa y nada menos que sacrificar a su hija primogénita. En oposición a ese hombre maduro, el joven héroe hijo de Tetis y Peleo, de gran corazón, indiscutible valor y – punto muy importante frente a Eurípides- tiernamente enamorado de Ifigenia, por quien está dispuesto a enfrentarse contra el mismísimo ejército con el que viaja para luchar en Troya e incluso de matar al sacerdote Calcas, ya que además se da la circunstancia de que, a diferencia de Eurípides, donde ni siquiera cuenta con sus mirmidones para defender a Ifigenia, en Racine está con el sus soldados y Patroclo. Al contrario que Agamenón, que acata el designio divino, Aquiles defiende la vida humana y la bondad, así como el poder de los monarcas griegos, por encima de arbitrarias imposiciones y castigos que provengan de la divinidad. Y es que, no lo olvidemos, han pasado muchas cosa en los dos mil años que separan a los dos escritores, aunque eso no nos debe de hacer perder de vista que algunos personajes euripídeos ya se cuestionaban la existencia de los dioses, como por ejemplo estas frases célebres: la primera del Ión: “Si los dioses toman decisiones injustas, ¿merecen que se les considere como dioses?”, la segunda de Heracles loco (vv.203-204): “¿Y hay gente capaz de creer que los dioses existen?”. Y, claro está, podríamos, incluso, añadir una de la propia Ifigenia en Áulide: “Si existen dioses, tú, desde luego, por ser un hombre justo, obtendrás digna recompensa. Y si no, ¿de qué vale esforzarse?” (vv.1034 –1035). No dejaría de ser interesante, aunque no podamos hacerlo aquí, el estudio de lo que supone los jóvenes en el mundo de Eurípides, dado que se trata de  el único grupo de personajes visto con simpatía, capaces de sacrificarse por lo demás o por su patria, lo que en muchos casos les lleva a perder incluso su vida.      
                   Podríamos añadir un tercer par de personajes a las que llevamos comentadas a la hora de abordar este apartado. En efecto, Clitemnestra es una especie de anverso amoroso del reverso malvado que representa Ulises, que intenta persuadir a Agamenón de que cumpla los mandatos de los dioses, en lugar de escuchar a su corazón, que le pide no matar a Ifigenia. No olvidemos, por otra parte, que el soberano de Ítaca también está celoso del poder que ostenta Agamenón, de manera que hay una rivalidad latente entre ambos reyes a causa de ese poder. Que el protagonista de la Odisea nos sea presentado así tampoco era novedoso, porque ya para los griegos tenía una doble faz: el ingenioso rey que logrará la toma de Troya y sufrirá mil desdichas en su retorno a Itaca y el  “artero, rico en ardides” que se llevará las armas de Filoctetes en la obra homónima de Sófocles. Con el tiempo ese doble faz se puede rastrear en el envejecido pero noble Ulises que protagoniza la espléndida ópera Il ritorno d´Ulisse a la patria (1642), creada por el verdadero padre de la ópera tal y como la entendemos hoy en día, Claudio Monteverdi, o en las alusiones a su linaje vergonzoso que hace el propio Racine o el cruel asesino de los pretendientes de Penélope en La tejedora de sueños de Antonio Buero Vallejo (1958) (12).
                     Clitemnestra tampoco es en Racine la pérfida asesina de su esposo, en esa imagen que es la que ha triunfado con el tiempo en la memoria, sino una madre verdaderamente ilusionada con el matrimonio que su hija va a tener, para pasar rápidamente a ser una madre dispuesta a todo con la intención de salvar al vida de Ifigenia, hasta el punto de tirarse al suelo y abrazar las rodillas de Aquiles para suplicar su ayuda en el duro trance que les sobreviene. Ese cariño maternal, ese sufrimiento insoportable de una mujer cuya hija va a ser asesinada, esa perplejidad por el comportamiento de su marido no podían sino generar una empatía generalizada en el espectador de este drama que iba a estar muy lejos de la malvada imagen de la que hablábamos hace un momento, y es que, en último término, los espectadores de Racine eran muy diferentes de los de Eurípides, y estaban más predispuestos a aceptar y a simpatizar con una madre comme il faut, que con la perversa reina griega, digna de figurar en el panteón de las monarcas indignas junto a Lady Macbeth, Medea o  la madrastra de Blancanieves. De todas formas, incluso el nombre iba a dejar de ser conocido para la mayoría de las personas(13).
 
                   Cabría hablar también aquí, para cerrar este capítulo, de los criados, siempre atentos a complacer los deseos de sus señores, pero que en ocasiones son mucho más que eso. De qué modo ver si no a Arcas, el equivalente al anciano sin nombre que aparecía en Eurípides, a quien escoge como confidente de sus planes Agamenón y que será el portador de la carta que había de dar nuevas instrucciones a la reina para que no viniera a Áulide. Pero que, por si esto fuera poco, es la persona que desvela a Clitemenestra y a Aquiles los perversos planes de Agamenón. Y otro tanto cabe decir de Doris, que escucha y aconseja a Erifile sobre lo que debe o no de hacer, en un papel que no cuesta mucho imaginar asignado al coro si de una tragedia griega se tratara; pero claro, nos hallamos en una época de la historia donde cada persona tiene una psicología, una personalidad propia y los suficientemente marcada como para no necesitar que nadie hable por ella. Finalmente tendríamos a Egina, la sirvienta de Clitemnestra y aparece igualmente un tal Euríbates, pero lo cierto es que ninguno de los dos tiene alguna intervención que podamos considerar trascendente; antes bien, se limitan a unos poquísimos versos que, en realidad, carecen de importancia alguna. Es obvio que habría más detalles importantes en este apartado, como el hecho de que los personajes de Eurípides suelen estar desplazados de su lugar de origen, lejos de sus hogares o en tierras manifiestamente hostiles, con todo lo que ello entraña (14).


No hay comentarios:

Publicar un comentario