IFIGENIAS: EURÍPIDES Y RACINE (1)
A Serafín Bodelón
A Serafín Bodelón
LAS IFIGENIAS DE
EURÍPIDES Y RACINE.
Un estudio comparativo de
dos tragedias.
JOSÉ MARÍA GARCÍA PÉREZ
ÍNDICE
0.-
INTRODUCCIÓN.
1.- LOS PERSONAJES.
2.- EL TIEMPO.
3.- EL ESPACIO.
4.- LOS
ELEMENTOS NO VERBALES.
5.- EL PÚBLICO.
6.- LOS RECURSOS
LITERARIOS.
7.- EL
SACRIFICIO.
8.- LA MÚSICA.
9.-
IFIGENIA EN EL ARTE.
10.- ANTOLOGÍA
DE TEXTOS SOBRE EURÍPIDES Y RACINE.
11.-
CONSIDERACIONES FINALES.
12.- NOTAS
BIBLIOGRÁFICAS.
13.- ANEXOS.
0.- INTRODUCCIÓN.
Dado que nos encontramos en un curso sobre “Teoría y práctica de
literatura comparada” parece obvio que el esfuerzo de las siguientes páginas
irá encaminado a poner de relieve los parecidos y las diferencias que he podido
apreciar en dos obras que escogen por argumento la misma trama, a saber: la Ifigenia
en Áulide de Eurípides (siglo V antes de Cristo), autor que además escribió
unos años antes la que iba a ser su continuación argumental con el título de Ifigenia
en Táuride, y la que más de dos mil años después llevó al escenario en
París Jean Racine (1639 – 1699) con el simple título de Ifigenia. Para
ello nos detendremos en considerar el tratamiento que hace cada dramaturgo de
los personajes, el uso del escenario, la utilización del tiempo, los recursos
literarios que emplean, los elementos no verbales, la importancia que tiene en
cada obra la música, el tema del sacrificio de una joven a lo largo de la
historia literaria, sin olvidar los condicionantes sociales que tienen los dos
escritores en sus respectivas épocas, que influyen directamente en la forma en
la que afrontar la creación poética (el público y sus expectativas respecto a
lo que van a ver, además de su conocimiento en mayor o menor grado de los
historias que se le va a contar, las disposición física de los teatros en los
que iban a representarse las obras,etc.), las representaciones del tema de
Ifigenia que han dado las diferentes artes, incluimos una antología de citas
sobre Eurípides y Racine en varios autores de nuestro país y, por último, unas
consideraciones finales sobre las obras y sobre el propio trabajo, además de,
como es lógico, las citas bibliográficas correspondientes que se han usado a lo
largo de estas páginas.
La razón de escoger como tema de estudio las tragedias citadas es tan
simple como el no conocer ninguna obra de Racine, y de este modo me motivaba a
hacerlo. Esto puede parecer un motivo un tanto peregrino, pero como se da el
caso de que otras muchas veces me ha deparado bastantes satisfacciones, ¿por
qué no también en esta ocasión? (a veces hay que dejarse llevar por el instinto).
De Eurípides sí había leído varias obras, pero ninguna de las Ifigenias. Ni el
autor francés me ha decepcionado – de lo contrario hubiera escogido otro tema
de trabajo, como puede suponerse – ni lo ha hecho el griego, del que ya tenía
un gran opinión a partir de lo que buenamente conocía de él. Al contrario, me
ha sorprendido no sólo la gran vigencia de los dos, en las que considero dos
extraordinarias muestras de tragedia, sino también el hecho de que
prácticamente no tengo noticia de que ninguna de ellas de haya representado en
nuestro país en mucho tiempo, al menos por parte de una compañía española
profesional o semiprofesional.
Aunque la mayoría de trabajos que leo y de los libros que conozco dan la
bibliografía a pie de página conforme va apareciendo, he optado en mi caso por
dejarla toda ella para el final. En mi muy particular opinión, las notas en la
parte inferior de las hojas suelen distraer bastante de la lectura continuada y
tranquila de los textos, lo que origina el no disfrutar adecuadamente de ellos
y no poder apreciar su calidad literaria como es debido - aunque esto no es un
texto literario, obviamente- , de manera que esa es la causa que me lleva a
preferir agrupar todas las citas o llamadas bibliográficas en las últimas
páginas de este trabajo.
Por último, no quiero terminar esta breve introducción sin mostrar mi
gran agradecimiento a la Editorial parisina Bordas, que muy amablemente me ha
permitido consultar algunos materiales en internet a propósito de la Ifigenia
racineana y que me han sido de verdadera ayuda a la hora de comprender
adecuadamente este texto. Y, como no podía ser de otra manera, deseo dedicar
estas páginas a Carmenchu y Rodrigo, a los que he quitado más horas de las que
me hubiera gustado para poder llevar a buen fin el trabajo que el lector tiene
entre las manos. Estoy convencido que ese esfuerzo ha merecido la pena.
1.- LOS PERSONAJES.
Antes de nada conviene destacar que el tema de esta tragedia ya fue
tratado en otra por Sófocles - y tal vez por Esquilo, aunque no tenemos datos
de ello - si bien esta obra no se ha conservado, con algunas diferencias
respecto a lo que encontraremos en Eurípides: el coro está formado por
guerreros griegos y quien trae a la joven engañada al campamento aqueo es
Ulises (1) – quien, como veremos más adelante, va a desempeñar un papel
relevante en la versión de Racine-. Y ya pasando a tragedia euripídea,
convendría señalar, en primer lugar, que los “drammatis personae” que aparecen
aquí se acercan a veces a los estereotipos de los personajes que representan,
pero bien es verdad que el dramaturgo logra escapar hábilmente de esa tentación
para evitar que sean de una sola pieza. En efecto, si comenzamos por Agamenón
apreciamos que es “El rey”, y en consecuencia se comporta en muchos momentos
como tal: es un soberano cuya ambición de poder está por encima de cualquier
otro condicionante, y la recepción tan hipócrita con que obsequia a su hija a
su llegada a Áulide es suficientemente ilustrativa de ello. Y esa ambición, esa
“sed de poder”, creo que es rastreable igualmente en su hermano Menelao, por
cuya mujer se ha emprendido la expedición que se dirige a Troya.
Ahora bien, tanto Agamenón como Menelao experimentan vacilaciones, no
permanecen inmutables, como lo prueba la carta que el primero quiere hacer
llegar a su esposa para que no venga a Áulide, a fin de salvar la vida de
Ifigenia. El segundo trata de convencerlo de que ha de llevar adelante el
sacrificio, pero las palabras de su hermano – el poder de la oratoria, una vez
más, algo realmente importante en el mundo antiguo -, le hacen recapacitar y le
llevan a prometerle ayuda para no tener que sacrificar a su sobrina Ifigenia:
“No sería justo que tú sollozaras, y que mis asuntos marcharan felizmente, que
murieran los tuyos y los míos vieran la luz. ¿Qué pretendo entonces?. ¿No puedo
realizar otro matrimonio principesco, si deseo casarme?. ¿Pero, y si pierdo a
mi hermano, a quien menos debiera perder, y recobre a Helena, el mal en lugar
del bien?. Era necio y alocado, antes de advertir, considerando las cosas de
cerca, qué crimen es matar a un hijo”(2).De todas formas no es difícil ver
igualmente una innegable rivalidad entre los hermanos por el liderazgo del
ejército griego. De todas formas, esa ambición, esa “ansia de mando” es
igualmente rastreable en otros monarcas de la literatura dramática griega:
pensemos en el Creonte de la Antígona de Sófocles o el Agamenón de
Esquilo, pero también en alguno de los maravillosos dramas de Shakespeare(
pienso en Lady Macbeth, en Ricardo III, en Julio César, en Claudio, el tío de
Hamlet, que ha asesinado a su propio hermano para hacerse con el trono, en
varios personajes del Rey Lear, etc.), pero comparar unos
y otros ya sería tema de otro estudio, y los resultados probablemente nos
darían más de una sorpresa.
El tercer gran personaje masculino, más importante en realidad aquí que
Menelao, es nada menos que Aquiles, el héroe homérico por excelencia, quien al
descubrir la estratagema urdida por Agamenón para traer a su hija a Áulide,
esto es, hacer que Clitemnestra la trajera con el engaño de que Ifigenia va a
contraer matrimonio con el hijo de Peleo y Tetis, empeña su palabra en luchar
contra él. De una generosidad de la que carecen los dos reyes citados, los
increpará por haber utilizado su nombre como reclamo para lograr que Ifigenia
aceptara de buen grado acudir a Áulide y pondrá su espada a disposición de Clitemnestra
y su hija, arteramente traída allí. Pero, curisamente, reconoce que si se lo
hubieran pedido para la causa él les hubiera dejado de buen grado que usaran su
nombre. Su bondad contrasta con la de los Atridas y es el único personaje
masculino de relevancia que encarna unos valores positivos y al que Eurípides
no dibuja de una manera sombría. Indudablemente, el público tenía una imagen ya
muy concreta de este héroe, y Eurípides no se aparta de ella, al contrario de
lo que hará con otros reyes que pululan por la variopinta mitología griega, a
los que este dramaturgo sí va modificar en su forma de ser y, por lo tanto,
sorprenderá de este modo a los espectadores, como vamos a ver inmediatamente.
Como no era inhabitual en este autor, hallamos aquí un personaje que
aparece de forma notablemente distinta a como solía verse en otras obras y en
la mitología más conocida de los griegos (3). En efecto, Clitemnestra solía ser
el prototipo de mujer infiel y que es capaz de llegar al asesinato de su esposo
con la ayuda de su amante Egisto – así se muestra, por ejemplo, en el Agamenón de Esquilo y en la Electra
de Sófocles, pero también es vilipendiada por buena parte de la tradición
mitológica y literaria, y de hecho así puede apreciarse en la imagen que
reflejan muchísimos escritores posteriores en la historia de la literatura-.
Sin embargo, no es así como se nos muestra aquí: al contrario, es la madre
ilusionada con las próximas nupcias de su primogénita y el famoso Aquiles;
ilusión que se desvanecerá en breve al descubrir la verdadera pretensión de su
esposo: sacrificar a su hija primogénita, Ifigenia, a los dioses y obtener de
esta manera los vientos necesarios
gracias a los cuales toda la armada helena podrá emprender la navegación
para castigar a la ciudad de Troya.
Eurípides ha tenido el acierto de
dignificarla y de presentarla como un ser humano que sufre – y que, por lo
tanto, cumple con su condición prototípica de madre, amorosa y abnegada- capaz
incluso de rebajarse a abrazar las rodillas de Aquiles para suplicarle su
ayuda y, por todo eso, logra conmover al
espectador y lector. Ahora bien, tampoco ha querido olvidar por ello el dejar
ya apuntado el conocido final cruento que ella dará a su marido cuando éste
regrese a casa, crimen que en última instancia justificará precisamente por
haber entregado Agamenón a su hija como víctima propiciatoria para calmar la
ira de los dioses. Pero motivos para odiar a su esposo, sugiere Eurípides, no
le faltaban, pues Agamenón mató a su primer esposo y a el hijo de ambos (lanzándolo
contra el suelo, como moriría Astianacte, el tierno hijo del noble Héctor y de
Andrómaca, que aparece en la bellísima despedida de sus padres en el canto IV
de la Ilíada), y fue su padre quien poco menos que le obligó a casarse
con Agamenón. Asesinato, que por si fuera poco, y como es sabido por la
mitología y por las propias obras de Eurípides, originará a su vez la venganza
de Orestes, que matará a su madre y a Egisto por la muerte de su padre Agamenón,
en una cadena de crímenes que parecía no tener fin hasta que Atenea perdone a
Orestes y terminen ahí esa especie de maldición que pesa sobre los Atridas, que
no sólo se remonta hasta el propio Atreo, padre de Agamenón y Menelao, sino
incluso al padre de aquél, Pélope.
Y, por otra parte, tenemos, cómo no, a Ifigenia, la dulce e inocente
joven que con sorpresa e indignación descubre que va a ser ofrecida como
sacrificio por su propio padre. Hay que decir, rápidamente, que este tema no se
encuentra en Homero y que en otros autores previos a Eurípides el sacrificio
llegaba a realizarse (4), no como en ésta, como veremos más adelante. Su
perplejidad, su incredulidad le llevarán en un primer momento a suplicar a su
padre para que le perdone la vida. No obstante, después aceptará ser la víctima
de ese sacrificio a fin de poder ser recordada como aquella que hizo posible la
travesía que tanta gloria depararía al ejército heleno (5); cambio psicológico
que ya fue criticado por alguno de los contemporáneos como demasiado repentino
y como poco creíble dramáticamente. Algunos piensan que eso es debido al hecho
de estar inconclusa la obra, otros no lo ven tan criticable, sino bastante
coherente con el desarrollo de la trama, además de dar una mayor riqueza
psicológica a la heroína y mayor dramatismo al propio drama.
No conviene pasar por alto un personaje muy notable en el teatro clásico
griego, por más que Eurípides lo emplee con
menor frecuencia que Sófocles y bastante menos que Esquilo: el coro. La
función del coro era, generalmente, comentar algún aspecto de la trama,
advertir de algún mal a los personajes, participar de la ilusión de otros,
etc.(6).Ese papel recae en la obra que nos ocupa en un grupo de mujeres de
Calcis que describen las naves aqueas, alaban la prudencia en el amor, elogian
las virtudes del hijo de Peleo, etcétera. Sin embargo sí conviene destacar que
en Eurípides el coro pierde buena parte de la importancia (7) que tuvo hasta
entonces y, de hecho, en la Comedia Nueva, en la que tanta influencia tendrá
este dramaturgo, desaparecerá por completo. Con el tiempo, el papel de coro
volverá a cobrar una importancia muy destacable y a tener una función bastante
similar a la que tenía en el teatro griego con la llegada y triunfo de la
ópera. Pero para ello faltaban todavía dos mil años.
Habría que decir también algo de los criados. El primero de los cuales
es un viejo esclavo innominado que será el encargado de llevar la carta a Argos
para impedir que Clitemnestra y su hija viajen a Áulide. Evidentemente, no
existe aquí el grado de confianza existente entre Agamenón y Arcas – el
equivalente de ese criado en Racine-, pero sí que es un elemento importante
para la acción, desde el momento que Menelao se enfrentará a su hermano
precisamente al descubrir la carta que lleva el anciano. Además, Clitemnestra y
Aquiles sabrán por él de las auténticas intenciones de su marido por el gran
cariño y la lealtad que hacia su señora tiene, pues no en vano le fue entregado
como dote nupcial. Así mismo, podríamos incluir como una especie de criado al
mensajero encargado de narrar, al final de la tragedia, lo sucedido en el altar
del sacrificio, es decir, y para asombro de todos, la salvación de Ifigenia
gracias a la intervención de la diosa Ártemis, que la sustituye en el ara
sacrificial por una cierva (detalle que analizaremos llegado el momento).
Es más que probable que, de no haber muerto poco antes de terminar este
drama, Eurípides lo hubiera concluido con una de sus características
intervenciones del “deus ex machina”, como ya había hecho con la aparición de
Tetis en Andrómaca, la de los Dióscuros en Helena y en Electra,
Atenea en Los suplicantes, Ártemis en Hipólito y Apolo en Orestes
e Ión. Este tipo de soluciones “in extremis” mediante la intervención
divina no eran precisamente del agrado de Aristóteles (Poética, cap.
XV), que recomendaba dar un final a las tragedias sin ese tipo de recursos,
pero el caso es que no cabe duda que para Eurípides tenían una función; no eran
producto de una incapacidad de resolver dramáticamente las tramas de sus
tragedias.y así nos lo hace ver coheremente, como en el caso de los coros,
Gilbert Murray.(8). O lo que piensa sobre este particular Nietzstche (9).
Racine, por su parte, no lo empleará porque –citando sus propias palabras - : “
[...] qué gusto le doy al espectador tanto al salvar al final a una princesa
virtuosa por la que se ha interesado tanto a lo largo de la tragedia, como
salvándola por una vía distinta de la del milagro, que no habría podido
soportar porque nunca hubiera podido creerlo”(10).
Si pasamos a analizar el caso de los personajes en Racine, pronto nos
damos cuenta que resulta más productivo estudiarlos agrupándolos en parejas, en
función de lo opuesto que representan unos frente a otros. Tal vez el ejemplo
más claro de ello es el del par formado por Ifigenia y Erifile (incluso en el
significado etimológico de sus mismo nombres, esto es: “criando una raza fuerte”
la primera, “lucha tribal” la segunda) [11]. La hija de Agamenón es el
paradigma de la clásica heroína, o lo que es lo mismo: es generosa, obediente a
los deseos paternos, está tiernamente enamorada y, detalle significativo de su
bondad, es la única en llorar la muerte de Erifile, a pesar de que ésta estaba
enamorada de su prometido y de que fue ella quien la traicionó ante el ejército
griego. El reverso de esa figura ejemplar, cara a los espectadores de todas las
épocas teatrales – y cinematográficos y televisivos de hoy en día- es Erifile. Enojada por ser esclavizada por
Aquiles, amargada por el hecho de saber que tiene sangre real pero ignora
quiénes son sus progenitores, enamorada de quien debía ser su peor enemigo, el
mismo Aquiles, y capaz de traicionar a
Ifigenia, justamente la mujer que la acogió y se ocupó de ella y de su criada y
mujer de confianza, Doria., es indudable que encarna a la que podíamos
denominar “antiheroína” por excelencia.
Estamos, como resulta evidente por lo dicho, ante la habitual dicotomía
que ha nutrido la literatura a través de la historia: el bien frente al mal, la
generosidad frente al odio, el amor tierno frente a los terribles celos,
etcétera. Y aún así, Racine intenta y consigue sobrepasar los estereotipos:
estos personajes vacilan, dudan, se contradicen al no saber cómo comportarse,
se mueven entre cambios de sentimientos; en una palabra, son realmente humanos.
Por si esto fuera poco, pensemos en que para el público que presenciaba la
obra, el nombre de Ifigenia no le era desconocido y esperarían más o menos lo
que iba a pasar en la trama, pero en el caso de Erifile, ese nombre rápidamente
se asociaría al de un personaje que en la mitología representaba la mujer vanidosa y por la que habían sucedido varias
desgracias a quienes la rodeaban, por lo que el público esperaría que nada buen
bueno podía venir de ella. Otra pareja de opuestos son Agamenón y Aquiles. El primero es soberbio,
deseoso también de poder y al que mueve el anhelo de ser el caudillo de la
armada helena, aunque para ello deba engañar a su esposa y nada menos que sacrificar
a su hija primogénita. En oposición a ese hombre maduro, el joven héroe hijo de
Tetis y Peleo, de gran corazón, indiscutible valor y – punto muy importante
frente a Eurípides- tiernamente enamorado de Ifigenia, por quien está dispuesto
a enfrentarse contra el mismísimo ejército con el que viaja para luchar en
Troya e incluso de matar al sacerdote Calcas, ya que además se da la
circunstancia de que, a diferencia de Eurípides, donde ni siquiera cuenta con
sus mirmidones para defender a Ifigenia, en Racine está con el sus soldados y
Patroclo. Al contrario que Agamenón, que acata el designio divino, Aquiles
defiende la vida humana y la bondad, así como el poder de los monarcas griegos,
por encima de arbitrarias imposiciones y castigos que provengan de la
divinidad. Y es que, no lo olvidemos, han pasado muchas cosa en los dos mil
años que separan a los dos escritores, aunque eso no nos debe de hacer perder
de vista que algunos personajes euripídeos ya se cuestionaban la existencia de
los dioses, como por ejemplo estas frases célebres: la primera del Ión:
“Si los dioses toman decisiones injustas, ¿merecen que se les considere como
dioses?”, la segunda de Heracles loco (vv.203-204): “¿Y hay gente capaz
de creer que los dioses existen?”. Y, claro está, podríamos, incluso, añadir
una de la propia Ifigenia en Áulide: “Si existen dioses, tú, desde
luego, por ser un hombre justo, obtendrás digna recompensa. Y si no, ¿de qué
vale esforzarse?” (vv.1034 –1035). No dejaría de ser interesante, aunque no
podamos hacerlo aquí, el estudio de lo que supone los jóvenes en el mundo de
Eurípides, dado que se trata de el único
grupo de personajes visto con simpatía, capaces de sacrificarse por lo demás o
por su patria, lo que en muchos casos les lleva a perder incluso su vida.
Podríamos añadir un tercer par de personajes a las que llevamos
comentadas a la hora de abordar este apartado. En efecto, Clitemnestra es una
especie de anverso amoroso del reverso malvado que representa Ulises, que
intenta persuadir a Agamenón de que cumpla los mandatos de los dioses, en lugar
de escuchar a su corazón, que le pide no matar a Ifigenia. No olvidemos, por otra
parte, que el soberano de Ítaca también está celoso del poder que ostenta
Agamenón, de manera que hay una rivalidad latente entre ambos reyes a causa de
ese poder. Que el protagonista de la Odisea nos sea presentado así
tampoco era novedoso, porque ya para los griegos tenía una doble faz: el
ingenioso rey que logrará la toma de Troya y sufrirá mil desdichas en su
retorno a Itaca y el “artero, rico en
ardides” que se llevará las armas de Filoctetes en la obra homónima de
Sófocles. Con el tiempo ese doble faz se puede rastrear en el envejecido pero
noble Ulises que protagoniza la espléndida ópera Il ritorno d´Ulisse a la
patria (1642), creada por el verdadero padre de la ópera tal y como la
entendemos hoy en día, Claudio Monteverdi, o en las alusiones a su linaje
vergonzoso que hace el propio Racine o el cruel asesino de los pretendientes de
Penélope en La tejedora de sueños de Antonio Buero Vallejo (1958) (12).
Clitemnestra tampoco es en Racine la pérfida asesina de su esposo, en
esa imagen que es la que ha triunfado con el tiempo en la memoria, sino una
madre verdaderamente ilusionada con el matrimonio que su hija va a tener, para
pasar rápidamente a ser una madre dispuesta a todo con la intención de salvar
al vida de Ifigenia, hasta el punto de tirarse al suelo y abrazar las rodillas
de Aquiles para suplicar su ayuda en el duro trance que les sobreviene. Ese
cariño maternal, ese sufrimiento insoportable de una mujer cuya hija va a ser
asesinada, esa perplejidad por el comportamiento de su marido no podían sino
generar una empatía generalizada en el espectador de este drama que iba a estar
muy lejos de la malvada imagen de la que hablábamos hace un momento, y es que,
en último término, los espectadores de Racine eran muy diferentes de los de
Eurípides, y estaban más predispuestos a aceptar y a simpatizar con una madre comme
il faut, que con la perversa reina griega, digna de figurar en el panteón
de las monarcas indignas junto a Lady Macbeth, Medea o la madrastra de Blancanieves. De todas
formas, incluso el nombre iba a dejar de ser conocido para la mayoría de las
personas(13).
Cabría hablar también aquí, para cerrar este capítulo, de los criados,
siempre atentos a complacer los deseos de sus señores, pero que en ocasiones
son mucho más que eso. De qué modo ver si no a Arcas, el equivalente al anciano
sin nombre que aparecía en Eurípides, a quien escoge como confidente de sus
planes Agamenón y que será el portador de la carta que había de dar nuevas
instrucciones a la reina para que no viniera a Áulide. Pero que, por si esto
fuera poco, es la persona que desvela a Clitemenestra y a Aquiles los perversos
planes de Agamenón. Y otro tanto cabe decir de Doris, que escucha y aconseja a
Erifile sobre lo que debe o no de hacer, en un papel que no cuesta mucho
imaginar asignado al coro si de una tragedia griega se tratara; pero claro, nos
hallamos en una época de la historia donde cada persona tiene una psicología,
una personalidad propia y los suficientemente marcada como para no necesitar
que nadie hable por ella. Finalmente tendríamos a Egina, la sirvienta de
Clitemnestra y aparece igualmente un tal Euríbates, pero lo cierto es que
ninguno de los dos tiene alguna intervención que podamos considerar
trascendente; antes bien, se limitan a unos poquísimos versos que, en realidad,
carecen de importancia alguna. Es obvio que habría más detalles importantes en
este apartado, como el hecho de que los personajes de Eurípides suelen estar
desplazados de su lugar de origen, lejos de sus hogares o en tierras
manifiestamente hostiles, con todo lo que ello entraña (14).
No hay comentarios:
Publicar un comentario